26 - El signo de Jonás y la familia de Jesús (Mt 12, 38-50)

 DÍA 26


1. Invoca al Espíritu Santo


2. La Palabra de Dios

El signo de Jonás y la familia de Jesús (Mt 12, 38-50)

38 Entonces algunos escribas y fariseos le dijeron: «Maestro, queremos ver un milagro tuyo».

39 Él les contestó: «Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. 40 Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra.

41 Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás.

42 Cuando juzguen a esta generación, la reina del Sur se levantará y hará que la condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón.

43 Cuando el espíritu inmundo sale del hombre anda vagando por lugares áridos en busca de reposo y no lo encuentra.

44 Entonces dice: “Volveré a mi casa de donde salí”. Y al volver la encuentra deshabitada, barrida y arreglada.

45 Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él y se mete a habitar allí; y el final de aquel hombre resulta peor que el comienzo. Así le sucederá a esta generación malvada».

46 Todavía estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él.

47 Uno se lo avisó: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo».

48 Pero él contestó al que le avisaba: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?».

49 Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. 50 El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre».


3. La Palabra ilumina

Este fragmento, compuesto y fragmentario en apariencia, nos hace recorrer, en realidad, un camino de unificación interior y de comunión con Jesús. En efecto, a menudo pretendemos, de una manera más o menos consciente, que el Señor confirme nuestra frágil fe con signos vistosos e irrefutables. Nuestra actitud tal vez esté exenta de la malicia de los fariseos, pero revela una gran ingenuidad: es como si, por una parte, deseáramos llegar a ser grandes deportistas y, por otra, pidiéramos ser exonerados del cansancio del entrenamiento. La fe se refuerza precisamente en la oscuridad, cuando desaparece el componente sensible y emotivo. 

El Señor responde a nuestras inseguridades ofreciéndonos el doble signo de su muerte y resurrección: el acontecimiento histórico de la cruz humilla nuestras pretensiones, mientras que la gloria de la resurrección solicita nuestro asentimiento de fe al testimonio apostólico. Retomando la metáfora del deporte, podríamos decir que el signo ofrecido por Jesús es un entrenamiento intensivo. Verdaderamente, nuestra fe necesita una mayor robustez, porque en nuestro tiempo sufre un asedio particular; en consecuencia, es preciso renovar cada día nuestra adhesión a Jesús manteniendo «barrida y adornada» (v. 44) nuestra morada interior por medio de la oración, la vigilancia y la lucha contra los falsos valores que la mentalidad corriente insinúa en nosotros. Ese combate espiritual no agota las fuerzas dispersándolas en múltiples direcciones; al contrario, las unifica, puesto que orienta decididamente a Cristo nuestros deseos y esperanzas, nuestros compromisos y las circunstancias cotidianas. 

La lucha no puede desarrollarse, en efecto, solo en un plano ideal: la adhesión de fe al Señor implica todos los aspectos de la vida, poniéndolos bajo el sello de la obediencia a la voluntad del Padre. Se trata, a no dudar, de una experiencia ascética: debemos sustituir continuamente nuestro criterio por las indicaciones del Evangelio, que contradicen el egoísmo instintivo de nuestras opciones. Pero se trata también de una experiencia mística: «El que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (v. 50), nos promete Jesús, invitándonos a sentirle presente a nuestro lado cada vez que nos esforzamos por poner en práctica la Palabra de vida escuchada.


4. Oración con el Señor

Bendice a Dios, alábale, pídele, intercede, dale las gracias... Aquello que el texto del Evangelio te sugiera en tu circunstancia concreta.


Dios te bendiga.

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