Semana Santa: 4. Jueves santo en la cena del Señor

 4. JUEVES SANTO EN LA CENA DEL SEÑOR

El Señor nos sienta a su mesa en la misma tarde en que reunió a los Doce para ofrecerles el doble regalo de la Eucaristía y el Sacerdocio, mostrándoles así el modo de ejercer la Caridad.

La celebración, como cualquier otro día, consta de dos grandes mesas: la de la Palabra y la eucarística. Ambas se prolongarán en esta ocasión; la primera, en el gesto del lavatorio de los pies, la segunda, en el traslado de la reserva para su adoración.

Como ya hemos señalado, jueves-viernes forman una unidad indivisible. Aquel que parte el pan y ofrece la copa, anticipa en este gesto, sencillo y sublime, el signo de la Cruz. Así lo expresa la antífona de entrada tomada de Gálatas 6,14: Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección, por él hemos sido salvados y liberados. Asimismo, la oración colecta: Al celebrar la Cena santísima en la que tu Unigénito, cuando iba a entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el sacrificio nuevo y eterno y el banquete de su amor. Cuanto sucede en el cenáculo es anticipo del Calvario.

Después de recitar el Gloria, del que hemos ayunado durante toda la Cuaresma, y de orar con la colecta, tiene lugar la Liturgia de la Palabra.

Liturgia de la Palabra

La primera lectura es del libro del Éxodo 12, 1-8. 11-14 y nos relata las prescripciones sobre la cena pascual. El salmo responsorial es el 115: ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor. Nos invita a responder con las palabras de san Pablo en 1Cor 10, 16: El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo. La segunda lectura es del apóstol (1Cor 11, 23-26) y constituye el relato de institución de la Eucaristía más antiguo: Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor. El versículo que precede al evangelio está tomado del capítulo 13 de san Juan, el lavatorio de los pies, que será el texto que se proclame a continuación (Jn 13, 1-15): Os doy un mandamiento nuevo —dice el Señor—: que os améis unos a otros, como yo os he amado (v.13).

Por tanto, el hilo conductor es la celebración de la Pascua que, en la persona de Jesús, llega a su cumplimiento definitivo. Jesús la celebra con los suyos dándole un significado totalmente novedoso. Los elementos principales descritos en la haggadà judía, el cordero, el pan y el vino, van a ser identificados con su persona. Es así como lleva a plenitud cuanto anunciaba aquella antigua fiesta anual.

Los sinópticos nos ofrecen el relato de la institución junto a san Pablo. En ambas tradiciones, la jerosolimitana (Mateo-Marcos) y la antioquena (Pablo-Lucas), hallamos cómo Jesús dio un sentido pascual y sacrificial a aquel banquete con diferentes matices. El único que no nos ofrece el relato de la institución es san Juan. A cambio, en el capítulo 6, en el discurso del pan de vida, nos muestra el sentido sacrificial de la entrega del Señor: en su cuerpo, que ha de ser masticado (v. 51) y en el escándalo de la cruz, que hará que las ovejas se dispersen al ser herido el pastor (v. 67) en referencia al profeta (cf. Zac 13,7).

Sin embargo, es muy interesante cómo Juan, no ofreciendo el relato, sí nos muestra un dato esclarecedor; hace coincidir la hora de la muerte de Cristo con el momento en el que en el templo tenía lugar el sacrificio de los corderos para la Pascua. El evangelista nos muestra así cómo Aquel, que en la orilla del Jordán ha sido mostrado por el Bautista como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es señalado como cumplimiento de la figura del cordero: En primer lugar, de aquel que ocupó el lugar de Isaac en el monte Moria (cf. Gén 22,13); en segundo, de aquel que en la primera Pascua selló las jambas de los fieles israelitas (cf. Éx 12,7) y los libró del ángel exterminador y cuyo sacrificio, año tras año, preanunciaba la muerte del Cordero inocente (cf. Is 53,7).

Jesús es el Cordero que ha sido degollado. Él ha ocupado el lugar de los hijos, librándonos del pecado y de la muerte eterna. Su propia sangre ha alejado de nosotros la muerte oscura.

Así, este cuerpo que se abre explica las palabras de Cristo: Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. El pan ya no es mero pan, sino que hay una identificación profunda entre lo que Jesús tiene en sus manos y su persona: Esto es mi Cuerpo. El verbo ser nos habla de identidad; se ha producido un verdadero cambio sustancial. Ya no es pan, sino que es su Cuerpo, aunque permanezcan los accidentes.

Y de este Cuerpo roto brota la sangre: Tomad y bebed esta es mi sangre que se derrama por vosotros. Ya no es vino, sino verdaderamente su Sangre, llevando a cumplimiento el salmo 115 y 1Cor 10 que la liturgia pone en nuestros labios: Alzaré la Copa de la salvación.

Lo encontraremos expresado de modo admirable en el Prefacio de esta Misa: El cual, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció el primero a ti como víctima de salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en memoria suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica.

Por último, proclamamos el evangelio del lavatorio. ¿Por qué, contando con el testimonio de los sinópticos, se introduce este relato de san Juan? La razón es sencilla y profundísima a la vez: este gesto, una vez más, es anticipo de cuanto sucederá en el Calvario. Cristo se hace siervo de los siervos y se postra ante los discípulos para lavarles los pies, tal y como en la cruz ejercerá este oficio al postrarse ante toda la humanidad. Pero explicaremos este gesto en el momento en que la liturgia lo introduce.

Finalmente, podemos señalar cómo la Liturgia de la Palabra nos muestra los tres aspectos de la celebración de la cena del Señor: el eucarístico, sacerdotal y caritativo.

Lavatorio de los pies

Nos llevaríamos a engaño si pensáramos que nuestra Madre introduce un teatro en medio de la celebración. La Liturgia nunca es teatro, ni puede convertirse en tal, porque es realidad, es celebración perenne del hoy de Dios, de su Misterio pascual.

Es la Liturgia hispano-visigótica la que introduce este gesto en el canon 3 del XVII concilio de Toledo (694). En el siglo X llegará a Roma y tiene lugar después de las vísperas tal y como recoge el Pontifical Romano Germánico. Asimismo, lo contempla el Misal de 1570.

La liturgia se detiene en este gesto del cenáculo queriéndolo prolongar en la mímesis que el sacerdote realiza del mismo Cristo. Se ha de preparar bien: doce personas a las que se lava los pies. El sacerdote, como Cristo se quitara el manto, se despoja de la casulla y, ciñéndose una toalla, se inclina ante cada una de ellas. Pueden ir revestidas con túnicas blancas, si son ministros, o con un traje o vestido digno, pero nunca caracterizados como “dramaturgos de la Pasión”, pues daría apariencia de teatro. Y aquí, como en el cenáculo, lo más importante es el significado interior del gesto.

Comprendemos ese significado en los mismos gestos y palabras de Cristo. En primer lugar, el Señor se levanta de la mesa y se quita el manto. Este gesto anticipa el despojamiento de sus ropas en la crucifixión. Jesús será levantado sin vestiduras, humillado por los hombres. En segundo lugar, se pone a lavar los pies a los discípulos, tomando el oficio de siervo, anticipando así su pasión. En la cruz es donde se cumple la profecía del Siervo de Yavhé (cf. Is 52, 13—53, 12), donde sufre una muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2,6-11). Cristo se inclina por amor ante toda la humanidad y, vertiendo su sangre en la cruz, la purifica de todo pecado, dándole así una vida nueva.

De ahí que las palabras dirigidas a Pedro expliquen muy bien el sentido profundo de esta acción. Ante la terquedad del apóstol, Jesús insiste en que lo entenderá más tarde; continúa Pedro negándose y le dice que si no se deja lavar no tiene parte con él. Cristo se refiere a otra purificación, la del corazón. Todos tenemos necesidad de ser sanados; necesitamos ser lavados y purificados por su sangre. Somos pecadores. Ese es nuestro título ante Dios. Cuando lo reconocemos con confianza, el amor de Cristo, prolongación del amor del Padre, nos sana y nos levanta de nuestra postración.

De ahí, que el lavatorio haya tenido una doble lectura en la tradición litúrgica: sacrificial (Roma-África) y bautismal (España-Milán). Ambas apuntan al momento de la cruz, hora de la redención y del inicio de los sacramentos de la Iglesia.

El lavatorio viene acompañado, desde el año 694, por el canto Ubi caritas est

Liturgia eucarística

A continuación, comienza la Liturgia eucarística. La oración sobre las ofrendas evoca también el memorial del sacrificio de Cristo, donde se realiza nuestra redención. Del mismo modo, como ya indicamos, también lo hace el prefacio propio.

En las plegarias eucarísticas I, II, III se introduce el embolismo que recuerda el hoy de cuanto celebramos. El canon hace un doble recuerdo; antes del memento de los santos: "Reunidos en comunión con toda la Iglesia, para celebrar el día santo en que nuestro Señor Jesucristo fue entregado por nosotros." Y antes del relato de la institución: "El cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres." Las otras plegarias eucarísticas solo nos ofrecen este último embolismo: la II: "El cual, en esta misma noche, cuando iba a ser entregado a su pasión." La III: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo y, mientras cenaba con sus discípulos."

Es muy recomendable que en este día el sacerdote cante las palabras de consagración.

La celebración continúa con normalidad. La antífona de comunión, tomada de 1 Cor 11,24-25, recuerda el sacrificio eucarístico y el sacerdocio: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, dice el Señor; haced esto, cada vez que lo bebáis, en memoria mía."

Acabada la distribución de la comunión, se deja sobre el altar la píxide con el pan consagrado para la comunión del día siguiente. En este sentido, el sacerdote debe ser previsor y consagrar tantas formas sean necesarias para la comunión de la celebración de la Pasión del Señor. La Misa acaba con la oración después de la comunión, que recuerda la participación en la Cena del Señor, como anticipo del banquete eterno.

Traslado del Santísimo Sacramento

Después tiene lugar el traslado del Santísimo Sacramento, para ser adorado durante la noche hasta el momento en que inicia la Pasión del Señor en el Viernes Santo.

Por eso la celebración queda inconclusa y asimismo la celebración del viernes se abre desde el silencio. Cuanto ocurre en el cenáculo es anticipo de la cruz. De ahí, como señalamos, jueves-viernes constituyen una unidad.

Como indican las rúbricas, una vez dicha la oración después de la comunión, el sacerdote, de pie, pone incienso en el turíbulo, y de rodillas inciensa tres veces el Santísimo Sacramento. Después, poniéndose el paño de hombros de color blanco, se levanta, toma en sus manos la píxide y la cubre con el extremo del humeral.

Se organiza la procesión, en la que, en medio de cirios e incienso, se lleva el Santísimo Sacramento por la iglesia hasta el lugar de la reserva, preparada en alguna parte de la iglesia o en alguna capilla convenientemente ornamentada. Va delante un ministro laico con la cruz, en medio de otros dos con cirios encendidos. Le siguen otros llevando velas encendidas. Delante del sacerdote que lleva el Santísimo Sacramento va el turiferario con el incensario humeante.

Mientras tanto, se canta el himno Pange, lingua, en castellano: "Que la lengua humana" (excepto las dos últimas estrofas), u otro canto eucarístico.

Cuando la procesión ha llegado al lugar de la reserva, el sacerdote, con la ayuda del diácono si es necesario, deposita la píxide en el tabernáculo dejando la puerta abierta. A continuación, después de poner incienso, de rodillas, inciensa al Santísimo Sacramento, mientras se canta el Tantum ergo, en castellano: "Adorad postrados," u otro canto eucarístico. Después, el diácono o el mismo sacerdote, cierra la puerta del sagrario.

Después de un tiempo de adoración en silencio, el sacerdote y los ministros, hecha la genuflexión, vuelven a la sacristía.

El lugar de la reserva
Ha de prepararse un lugar adecuado para la reserva que ayude a la oración de los fieles en las horas en que son invitados a acompañar a Cristo en sus últimas horas en la tierra: desde Getsemaní hasta el juicio de los sumos sacerdotes, desde Pilato hasta Herodes, desde la flagelación y coronación de espinas hasta la vía dolorosa y crucifixión. Es muy saludable la meditación de la pasión del Señor, el ejercicio del viacrucis, de las siete palabras; todos estos actos de piedad han de mover a los fieles al amor a Cristo.

En las comunidades y parroquias es muy recomendable el ejercicio de la hora santa, en la que, mediante la Palabra de Dios, las meditaciones de los santos, cánticos y preces se acompañe al Señor que padece por nosotros.

Ha de evitarse la palabra “monumento”, puesto que no es un lugar funerario. Su adorno ha de ser sencillo, de tal manera que la atención recaiga sobre Cristo. A partir de la medianoche ha de ir bajando el grado de solemnidad. Un modo es ir apagando cirios e incluso retirando adorno floral.

El despojamiento del altar
Después de la reserva, se despoja el altar y se quitan, si es posible, las cruces de la iglesia. Si quedan algunas cruces en la iglesia, conviene que se cubran con un velo.

El desvestir el altar del Jueves Santo, gesto que era habitual después de toda celebración eucarística hasta el siglo VII-VIII, llegó a leerse como símbolo del despojamiento de Cristo sobre la cruz. En el siglo XIII, durante la denudatio del altar, se recitaba el salmo 21: "Se dividen mis vestiduras, echan a suerte mi túnica." Jesús mismo en cruz ora con este salmo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Es la actitud de siervo que ha expresado el lavatorio y que halla su cumplimiento en la cruz.

La velación de la cruz
La velación de la cruz, si no tuvo lugar en el último domingo de Cuaresma, se hace en este momento. Es un gesto introducido por vez primera en Francia, en el siglo IX, que entrará en la liturgia romana en el Misal de 1570. Hace referencia al texto que proclamaba la liturgia en que Jesús, discutiendo con los judíos acerca de Abrahán, se abrió paso, salió del templo y se escondió (cf. Jn 8,59). El actual leccionario sitúa este evangelio el jueves de la quinta semana.

El ayuno del rostro de Cristo sufriente quiere provocar en los fieles vivos sentimientos de correspondencia a Aquel que nos ha mostrado su amor en extremo y cuyo rostro será desvelado en la liturgia de la Pasión.

Para preparar los textos de la Liturgia de la Palabra:
Leccionario I Jueves Santo Misa

Para preparar la celebración:
Misal Romano Tercera Edición Jueves Santo

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