Laudes y meditación sábado santo
Después del Salmo 63
Oración I
Dios y Padre justo, tú qué escuchas el lamento del inocente y lo ocultas bajo la sombra de tu mano, al contemplar el silencio de tu Hijo, traspasado por la malicia de los hombres, te suplicamos: que su sangre inocente, derramada por nosotros, desarme toda violencia y nos enseñe a confiar en tu victoria oculta.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.
Después del Cántico de Isaías 38
Oración II
Padre compasivo, que escuchaste el gemido del moribundo y lo libraste de la tumba, atiende también hoy nuestro clamor. Tu Hijo descendió al abismo por nosotros, pero Tú no lo dejaste en la muerte. Que este día de espera y de fe purifique nuestro deseo de salvación, mientras aguardamos en silencio la luz que no defrauda.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.
Después del Salmo 150
Oración III
Padre de la gloria, que eres digno de alabanza incluso en la hora oscura, recibe hoy el canto silencioso de tu Iglesia, que vela junto al sepulcro de Cristo. Haz que, unidos a su muerte, aprendamos a esperar con fe su resurrección, y que, cuando amanezca el día eterno, toda criatura proclame tu alabanza sin fin.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.
Oración de bendición
Descienda, Señor, tu bendición sobre este pueblo que, en el silencio del Sábado Santo, vela junto al sepulcro de tu Hijo con fe y esperanza. Que el descanso de Cristo en la tumba fortalezca su espera, purifique su corazón y lo disponga a recibir con gozo la luz de la Resurrección.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.
Meditación para el Sábado Santo
Silencio. Descenso. Esperanza.
Hoy, la Iglesia calla. El altar está desnudo. No se celebra la Eucaristía. Todo es silencio.
Un silencio espeso… como el que cubre la tierra cuando ha caído una gran tormenta.
Jesús ha muerto. Está en el sepulcro. Y nosotros… ¿qué hacemos? ¿Esperamos?
Un antiguo sermón del Sábado Santo dice:
“Hoy hay un gran silencio sobre la tierra, un gran silencio y una gran soledad. El Rey duerme. La tierra ha temido y ha quedado en silencio, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo.”
Cristo no está inactivo. En su muerte, ha descendido a los infiernos.
No al infierno de condenación, sino al lugar de los muertos: al Hades, al Sheol.
Ha ido en busca de Adán, de Eva, de todos los justos de la historia.
Como un pastor que no soporta perder a una sola oveja, ha bajado hasta las sombras para abrir las puertas del encierro.
Dice san Efrén:
“Bajó con el cuerpo al sepulcro, y con su poder a los infiernos. El infierno se entristeció al ver su poder, y gritó: '¿Quién es este que viene, y me despoja de los que me pertenecían?'”
En ese silencio, en esa oscuridad, britará la luz.
Mientras tanto, los discípulos están escondidos. Tienen miedo. Todo parece perdido.
Y María… María calla. No hay palabras de María en este día. Solo su presencia fiel, su fe en pie.
Ella guarda la esperanza. Ella cree, incluso cuando no ve.
Hoy el Señor está con los muertos, pero no como uno vencido.
Está allí como Salvador. Ha roto las cadenas.
Está allí como Luz en las tinieblas.
Y nosotros… ¿qué hacemos con los silencios de Dios?
Hay días en los que todo parece detenido. En los que oramos… y no experimentamos nada, no vendo nada o que no hay "fecundidad"
En los que pedimos… y no hay respuesta.
En los que la esperanza parece más un acto de voluntad que un consuelo.
El Sábado Santo es el día de esos silencios. El día de las promesas que parecen rotas.
El día en que la fe ya no se apoya en señales, ni en emociones, ni en seguridades…
sino solo en una certeza interior, pequeña como una brasa:
Dios es fiel, aunque no le oiga ahora. Dios actúa, aunque no lo vea todavía.
En los laudes de este día, los salmos que rezamos nos introducen en este mismo misterio. En el Salmo 30, por ejemplo, nos encontramos con la expresión de una confianza profunda en Dios, incluso en la oscuridad. "En tus manos encomiendo mi espíritu" (Salmo 30, 6). Estas palabras, que Jesús pronunciará en la cruz, nos invitan a entregarnos completamente a la voluntad de Dios, incluso cuando parece que la respuesta tarda o que la luz se oculta.
El Salmo 130, por otro lado, es un canto de espera, de paciencia en medio del sufrimiento. "Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz" (Salmo 130, 1). Aquí, la esperanza es un grito desde las profundidades, un clamor que nace de la espera confiada en la misericordia de Dios. Y en este Sábado Santo, estamos también en esa espera, confiando en que la luz quebrantará la oscuridad.
¿Y tú? ¿Cómo vives esos silencios?
¿Los llenas de ruido, de actividades, de distracciones?
¿Los vives con angustia o con confianza?
¿Eres capaz de quedarte con María, sin palabras, solo esperando?
¿De dejarte encontrar en lo más hondo por ese Cristo que desciende al abismo?
Porque también tú tienes tus propios infiernos.
Hay un Hades en ti: heridas no sanadas, culpas que ocultas, oscuridades que temes mirar.
Hay muertos en tu historia: relaciones rotas, sueños frustrados, pérdidas no lloradas.
Y Cristo… quiere descender ahí.
No vino solo a resucitar en la gloria.
Vino a bajar al fondo.
Vino a rescatar desde lo más bajo.
Hoy, no huyas del silencio. No apagues el corazón con prisas.
Atrévete a esperar.
Atrévete a creer que también en tu noche está entrando el Señor.
Que también en tu vacío se abrirá la tumba.
La Iglesia hoy calla, pero no de forma inactiva.
No es un silencio vacío, sino un silencio activo, un espacio de transformación donde la espera y la fe se convierten en acción.
Es un silencio que obra en nosotros, que nos permite escuchar lo que normalmente pasa desapercibido. En ese espacio de quietud, Dios puede entrar, sanar y dar paz donde más lo necesitamos.
Es un callar lleno de esperanza, de fe que se nutre en la oscuridad.
Haz silencio hoy.
Pero no como quien se rinde…
sino como quien vela, quien sabe que el silencio es la semilla que germina, la espera que da fruto.
Como quien, al permanecer atento, sabe que en medio de la oscuridad, aunque todo parezca muerto,
la vida está a punto de estallar.
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