Oraciones salmicas y meditación laudes jueves santo
Oración salmica 1
Señor, tú que nos diste en tu Hijo la vid verdadera y en la Eucaristía el fruto de su amor entregado, mira a tu Iglesia y visítala con tu gracia. Renuévanos con su Cuerpo y su Sangre, y haz que permanezcamos siempre en Él, para dar fruto que permanezca. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Oración salmica cantico
Señor, fuente de salvación,
que en la Eucaristía nos das a beber el gozo de tu amor,
fortalece nuestra fe para que, en medio de las pruebas,
confiemos sin temor en tu presencia salvadora.
Haznos testigos de tus maravillas y heraldos de tu Nombre.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Oración salmica 2
Señor, Dios nuestro,
que en la Eucaristía colmas nuestra hambre con el Pan del cielo
y endulzas nuestra vida con la miel de tu presencia,
haz que escuchemos tu voz y sigamos tu camino,
para que vivamos siempre en tu alianza y en tu amor.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Jueves Santo – Laudes meditación
Hoy no amanece un día más.
Es Jueves Santo.
El día del Amor hasta el extremo.
El día del Pan partido y compartido.
El día del Siervo que se arrodilla.
El día del Huerto y la entrega.
El día del sacerdocio nacido del costado abierto.
Y nosotros, como comunidad, despertamos con este susurro del corazón de Cristo:
“He deseado enormemente comer esta Pascua con vosotros…” (Lc 22,15)
Sí. La ha deseado contigo, con nosotros.
Con los matrimonios que caminan entre promesas y cansancios.
Con los jóvenes que tantean su vocación.
Con los ancianos que rezan en silencio.
Con los que sirven. Con los que buscan. Con los que lloran.
Con los sacerdotes que, como cántaros de barro, llevan un tesoro que no es suyo.
Por eso, al comenzar el día, decimos:
“Señor, ven pronto en mi auxilio. Señor, date prisa en socorrerme.”
Y todos juntos, pueblo de Dios, respondemos al salmista:
“Venid, adoremos a Cristo, el Señor,
que por nosotros fue tentado y por nosotros murió.”
Hoy recordamos el misterio del sacerdocio.
No como un privilegio, sino como una herida de amor.
No como un rango, sino como una audacia de Dios,
que se atreve a elegir a hombres frágiles
para poner en sus manos lo más santo:
su Cuerpo, su Sangre, su perdón, su ternura.
Esta audacia tiene historia.
Dios llamó a Aarón y a sus hijos en el desierto,
y les vistió con vestiduras sagradas para servir ante su presencia (cf. Ex 28).
Les enseñó a ofrecer sacrificios, a bendecir al pueblo, a interceder.
Pero también vio su fragilidad.
El sacerdocio del Antiguo Testamento era figura,
una promesa que esperaba plenitud.
Y entonces vino Cristo,
nuevo Moisés y verdadero Cordero.
Vino no solo a liberar de Egipto,
sino a sacar del pecado.
No a ungir altares de piedra,
sino a consagrar corazones vivos.
Por eso, el sacerdocio de Cristo no se hereda,
se recibe por elección divina.
Como a Moisés en la zarza,
Dios se acerca al corazón del llamado y le dice:
“Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es sagrado” (Ex 3,5).
Es decir: quita tus seguridades, tus planes, tus miedos.
Lo que vas a vivir no es tuyo, es gracia.
El sacerdocio de Cristo es eterno y nuevo:
“Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec” (Sal 109,4).
Y Melquisedec, rey y sacerdote, ofreció pan y vino (cf. Gn 14),
prefigurando ya la mesa del Jueves Santo.
Allí donde el altar se convierte en mesa,
y el pan se hace cuerpo que salva.
Y hoy, como pueblo, oramos por los sacerdotes:
Por los que nos bautizaron, por los que nos confesaron,
por los que nos enseñaron a amar la Eucaristía,
por los que nos dieron la unción en la hora oscura,
por los que nos acompañan, incluso cuando apenas se notan.
Pero oramos también por toda la Iglesia:
porque este día nos recuerda que todos somos consagrados en Cristo.
Que en nuestro bautismo recibimos una unción real, profética y sacerdotal.
Y cada vez que amamos, servimos, consolamos, perdonamos…
ejercemos ese sacerdocio bautismal.
El Jueves Santo es el día de los sacerdotes,
pero también es el día de todos,
porque el sacerdocio es para el pueblo, no para sí mismo.
Porque la Eucaristía no se celebra para el altar, sino para el alma hambrienta.
Porque el Amor de Cristo no se retiene: se derrama.
Cuando el Salmo 79 clama:
“Mira, Señor, fíjate que estoy en peligro, respóndeme en seguida,”
lo hace con voz de parroquia:
de una madre que ruega por su hijo,
de un joven que teme no estar a la altura,
de un sacerdote que cada mañana vuelve a decir “sí” con temblor,
de una comunidad entera que confía en que Dios sigue actuando,
aunque el mundo parezca girar al revés.
Y Él responde.
No con fuerza aplastante, sino con gestos humildes:
con agua en una jofaina,
con Pan que es Cuerpo,
con un cáliz que es Sangre derramada,
con una palabra que es vida.
La lectura breve de hoy (Hb 2, 9b-10) nos lo recuerda:
“Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por su pasión y muerte.
Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos.”
Para bien de todos.
De cada uno.
De cada sacerdote, a veces herido y desgastado.
De cada familia, a veces rota y necesitada de reconciliación.
De cada joven que intuye una llamada.
De cada parroquiano que se sienta hoy en este templo buscando consuelo.
Y como nos promete el Salmo 80:
“Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre.”
Hoy no venimos a mendigar migajas.
Hoy somos invitados al banquete.
Hoy nos alimenta el Pan vivo,
nos lava el Siervo,
nos pastorea el Buen Pastor.
Y como en el Éxodo, hoy también el Señor pasa.
Pasa entre nosotros.
No con fuego ni truenos,
sino con la quietud del Amor que se deja comer.
Que este día comience así:
en silencio agradecido,
con los pies lavados por Cristo,
con el alma abierta al Amor,
con una oración sincera por nuestros sacerdotes
y por los que un día serán llamados al altar.
Y con el deseo de vivir este Triduo no como un recuerdo,
sino como un renacer.
Como una Pascua verdadera,
donde cada corazón diga:
“Aquí estoy, Señor. Lava mis pies, parte tu Pan, enciende en mí tu amor.”
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