Espíritu Santo, ¡Ven!: Día Segundo.

Día segundo

Oración inicial para todos los días

Ante tu presencia postrado, 
¡Soberano Espíritu de paz, de reconciliación y de todo consuelo!, 
humildemente te pido perdón de mis pecados, 
y la gracia de un verdadero arrepentimiento. 

Dones especiales de tu misericordia son la luz para bien conocer y discernir; 
la llama del alma para detestarlas; 
el firme propósito actual para nunca más volver a cometerlas; 
la fortaleza y perseverancia para el cumplimiento de tal resolución hasta el fin de la vida.

Concédeme, Espíritu divino, 
también el fervor y devoción para vivir dando gloria a Dios 
para mi bien y el bien de la Iglesia. Amén.

Texto


Padre, Hijo y Espíritu Santo

Una característica del evangelio de san Juan es que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de la segunda y de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla del Espíritu Paráclito usando varias veces el pronombre personal "él" (Juan 16,7). Y al mismo tiempo, en todo el discurso de despedida, Jesús descubre los lazos que unen recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, "el Espíritu... procede del Padre" (Juan 15,26) y el Padre "dará" el Espíritu (Juan 14,16). El Padre "enviará" el Espíritu en nombre del Hijo (Juan 14:26), el Espíritu "dará testimonio" del Hijo (Juan 15,26). El Hijo pide al Padre que envíe el Espíritu Paráclito (Juan 14,16), pero afirma y promete, además, en relación con su "partida" a través de la Cruz, "Si me voy, os lo enviaré" (Juan 16,7). Así pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que ha enviado al Hijo (Juan 20,21), y al mismo tiempo lo envía con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido, el Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: "os lo enviaré" (Juan 16,7).

Así, en el discurso pascual de despedida se llega, puede decirse, al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles y, por medio de ellos, a la Iglesia: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes" (Mateo 28,19). Este mandato encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria del bautismo: "bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mateo 28,19). Esta fórmula refleja el misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad.

Dios, en su vida íntima, "es amor" (1 Juan 4,8), amor esencial, común a las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto, "sondea hasta las profundidades de Dios" (1 Corintios 2,10), como Amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo, Dios existe como don. La divina caridad derramada en los corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5,5) es el fundamento del apostolado, que es llamado a expresarse en el amor a Dios y en el amor al prójimo. En efecto, el amor del que el Espíritu Santo llena los corazones de los creyentes (Gálatas 4,6) no es un simple sentimiento, sino la fuerza vital que les une íntimamente a Cristo y los impulsa a vivir para Él y, con Él, para el Padre y para los demás.

La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo.

Además, el Espíritu Santo es revelado como aquel que "recibirá" del Hijo (Juan 16,14). El Hijo le glorificará porque "recibirá" de lo suyo y se lo anunciará a los suyos (Juan 16,14). En cierto sentido, se puede decir que, después de su partida, Jesús deja "en herencia" a sus discípulos su Espíritu (Juan 14,17). Les entrega su Espíritu como el fruto principal de su gloria pascual, y les comunica su Espíritu como consolador (Juan 14,16). El Espíritu Santo, enviado por el Padre a petición del Hijo (Juan 14,16), les enseñará y les recordará todo lo que Jesús les ha dicho (Juan 14,26), introduciéndoles en la verdad total de la redención operada por Cristo.

La obra creadora del Espíritu Santo se manifiesta en el principio de la historia de la salvación. El libro del Génesis nos dice: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra... y el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Génesis 1,1-2). En el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios revela en cierto modo su rostro, pero también se muestra su fuerza creadora, que actúa sobre el caos y lo transforma (Salmo 104,30).

Jesús anuncia también que el Espíritu Santo "no vendrá" si Él "no se va" (Juan 16,7). En la perspectiva del Evangelio joánico, el don del Espíritu Santo tiene como finalidad la glorificación del Hijo, glorificación que comienza en la Cruz y en la Pascua. La venida del Espíritu Santo se produce en el día de Pascua, como coronación de la obra redentora de Cristo: "recibid el Espíritu Santo" (Juan 20:22). Y, al mismo tiempo, esta venida del Espíritu Santo es la manifestación de la nueva era, la era de la "glorificación del Hijo", y anticipación de la era definitiva, cuando el Espíritu Santo "venga" plenamente a la Iglesia en la manifestación de su poder mesiánico escatológico (cf. Lucas 24,49; Hechos 1,8).

La venida del Espíritu Santo, en la plenitud de los tiempos, realiza la promesa del Antiguo Testamento: es el tiempo de "los últimos días" (Hechos 2:17), en los que el Espíritu Santo, derramado sobre todos los creyentes, se convierte en el principio de la vida nueva en Cristo, en el principio de una nueva era, la era del amor. Como he dicho en la encíclica Redemptor Hominis 10, "El Espíritu Santo es aquel que, ya en el inicio mismo de la era de la Iglesia, se revela y opera como el que 'convence acerca del pecado', esto es, trae la certeza de que la redención de Cristo ha llegado a cada uno, a través del poder del Sacrificio y de la Cruz".

(Juan Pablo II, Dominum et vivificantem 8-14)

Oración

Pues para llevar a plenitud el misterio pascual, 
enviaste hoy el Espíritu Santo 
sobre los que habías adoptado como hijos 
por su participación en Cristo.

Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, 
fue el alma de la Iglesia naciente; 
el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; 
el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe 
a los que el pecado había dividido 
en diversidad de lenguas.

(Prefacio de la Misa de Pentecostés)

Invocaciones

Espíritu Santo imprime en nosotros el horror al pecado, te rogamos óyenos.
Espíritu Santo ven a renovar la faz de la tierra…
Espíritu Santo derrama tus luces en nuestra inteligencia…
Espíritu Santo graba tu ley en nuestros corazones...
Espíritu Santo abrásanos en el fuego de tu amor…
Espíritu Santo ábrenos el tesoro de tus gracias…
Espíritu Santo enséñanos a orar como se debe…
Espíritu Santo ilumínanos con tus inspiraciones celestiales…
Espíritu Santo concédenos la única ciencia necesaria…
Espíritu Santo inspíranos la práctica de las virtudes…
Espíritu Santo haz que perseveremos en tu justicia…
Espíritu Santo sé tú mismo nuestra recompensa…

Oración conclusiva

¡Espíritu divino! Por los méritos de Jesucristo, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu voluntad, y muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Amén.

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