Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo - San Alfonso Mª de Ligorio

 

CAPÍTULO V

Y acabado el himno de acción de gracias, salieron hacia el monte de los Olivos[1]. Al terminar el hacimiento de gracias, salió Jesús del Cenáculo rodeado de sus discípulos; entró en el huerto de Getsemaní, y se puso a orar asaltándole luego el temor y la angustia y la tristeza. Comenzó, dicen los Evangelistas, a atemorizarse y angustiarse, a entristecerse y contristarse[2] Oprimido por el peso de esta tristeza, exhaló nuestro amoroso redentor esta amarga queja: Mi alma está triste hasta la muerte[3]. Entonces acudió en tropel a su imaginación el terrible aparato de los tormentos y oprobios que sus enemigos le preparaban. Los suplicios que le atormentaron en su Pasión vinieron a afligirle sucesivamente uno después de otro; pero en Getsemaní se le presentaron en revuelta confusión las bofetadas, los esputos, los azotes, las espinas, los clavos y los ultrajes que luego había de padecer. Se abraza con todos, mas al unirse a ellos en estrecho abrazo, tiembla, agoniza y ora. Y mientras padecía mortales agonías, oraba con mayor intensidad[4].

Pero, decidme, Jesús mío, ¿quién os obligó a sufrir tantos trabajos? El amor que tengo a los hombres, responde Jesucristo, me estrecha a ello. ¡Oh!, maravillado quedaría el Cielo al ver a la misma fortaleza bajo el peso de tanta flaqueza, al contemplar al que hace las delicias de los Santos en el Cielo cubierto con velo de gran tristeza. ¡Un Dios afligido!, ¿y por qué?; por salvar a los hombres, criaturas suyas. El huerto fue el primer teatro del sacrificio de nuestro Redentor; Jesús fue la víctima; el amor fue el sacerdote, y el ardentísimo afecto que tenía al hombre fue el sagrado fuego que consumó el holocausto.

Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz[5]. Con estas palabras pide Jesús a su Padre que le libre, a ser posible, de beber el cáliz de la amargura. Pero dirige al Padre este ruego, no tanto para librarse del suplicio que le agobia, cuanto para declararnos las penas que sufre y abraza por nuestro amor. Quiso también enseñarnos que en las tribulaciones podemos pedir a Dios que nos libre de ellas, pero que al mismo tiempo debemos conformarnos con su voluntad santísima, y decir lo que dijo nuestro divino Maestro: Con todo, cúmplase vuestra voluntad y no la mía[6]. Y mientras duró su oración, conforme dice el Evangelio repitió las mismas palabras.

¡Oh Señor mío, por vuestro amor abrázame con todas las cruces que os dignéis mandarme! Siendo Vos inocente habéis padecido por mi amor tantos trabajos, ¿y yo, siendo pecador y merecedor del infierno, rehusaré sufrir para agradaros y alcanzar la gracia del perdón? Que no se haga mi voluntad, hágase siempre la vuestra.

Durante su oración Jesucristo se postró en tierra echado sobre su rostro[7], porque, cubierto como estaba con el manto de nuestros pecados, se avergonzaba de levantar los ojos al Cielo.

Amadísimo Redentor mío, si vuestras penas y vuestros méritos no me inspiraran confianza, no tendría valor para pediros perdón por tantas injurias como os he causado. Padre Eterno, apartad la vista de: mis iniquidades, para mirar al amabilísimo rostro de vuestro Ungido[8], que en Getsemaní tiembla y agoniza y suda sangre[9], a fin de recabar de Vos el perdón para mi alma. Miradle y tened compasión de mí.

Pero, Jesús mío, en el Huerto yo no veo verdugos que os azoten; no veo espinas ni clavos; ¿cómo, pues, os veo bañado en sangre? ¡Ah!, ya lo entiendo; no fue la previsión de los próximos suplicios lo que os causó tan gran tormento, porque espontáneamente os habíais ofrecido a soportarlos[10]; mis pecados fueron a manera de prensa cruel, que hizo brotar la sangre de vuestras sagradas venas. No hay que tachar de crueles a los verdugos; ni las espinas, ni la cruz, ni los azotes fueron tampoco crueles; la fiereza y crueldad hay que echarla a mis pecados, que en el Huerto afligieron a mi Salvador en tanto extremo. Y cuando Vos, Jesús mío, os hallabais en tanta aflicción, yo añadí el peso de mis culpas para aumentar vuestro dolor; si yo hubiera pecado menos, menos hubierais tenido que padecer entonces. Así he correspondido al amor que me habéis manifestado muriendo por mí: añadiendo trabajos a tantos como estabais padeciendo. Amadísimo Redentor mío, me arrepiento de haberos ofendido, y tengo dolor de ello, pero no siento suficiente dolor; quisiera experimentarlo tan grande, que bastase para quitarme la vida. Por la cruel agonía que padecisteis en Getsemaní, dadme una partecita del aborrecimiento que entonces tuvisteis de mis pecados, y haced que ahora pague con mi amor la ingratitud que entonces os manifesté. Sí, Jesús mío, os amo con todo mi corazón, os amo más que a mí mismo, por amor vuestro renuncio a todos los placeres y bienes de la tierra. Vos sólo sois y seréis siempre mi único bien, mi único amor.


[1] Mt 26, 30

[2] Mc 14, 3

[3] Mt 26, 37. Mc 14, 34

[4] Lc 22, 43

[5] Mt 26, 39

[6] Ibid.

[7] Mc 14, 35

[8] Sal 83, 10

[9] Lc 22, 44

[10] Is 53, 7

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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