La oración sacerdotal - El Señor R. Guardini

11. LA ORACIÓN SACERDOTAL. (R. GUARDINI - EL SEÑOR)

Cada lectura del relato de la última cena produce una profunda impresión por la magnitud del amor que Jesús demuestra hacia los suyos. Pero, al mismo tiempo, no se puede menos de admirar su tremenda soledad dentro del grupo. Hay ciertos rasgos que dejan traslucir marcadamente esa sensación, por ejemplo, estas palabras del protagonista:

«Hijos míos, todavía estaré con vosotros algún tiempo. Vosotros me buscaréis, pero lo que ya dije en otra ocasión a los judíos os lo digo ahora a vosotros: Adonde yo voy, vosotros no podéis venir. (...)

Simón Pedro le preguntó:

—Señor, ¿adonde vas?

Jesús le respondió:

—Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde.

Pedro le replicó:

—Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Por ti daría yo la vida.

Jesús le contestó:

—¿Tú darías la vida por mí? Te aseguro que antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces» (Jn 13,33-38).

Pedro habla con toda franqueza. Quiere profundamente a su Maestro y está dispuesto a darlo todo por él. Pero Jesús conoce a fondo ese amor y sabe que, en realidad, no hay ninguna razón para poder fiarse de esas protestas del discípulo. Y un poco más adelante, Jesús añade:

«Hasta aquí os he hablado en comparaciones. Pero ya es hora de dejar las comparaciones y hablaros del Padre con claridad. Cuando llegue ese día, oraréis al Padre en mi nombre. Aunque con esto no quiero decir que yo intercederé ante el Padre por vosotros. El Padre mismo os ama, porque vosotros me amáis a mí y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo, para volver al Padre.

Entonces los discípulos le dijeron:

—Ahora sí que hablas claramente y no te andas con metáforas.

Ahora estamos seguros de que lo sabes todo y no necesitas que nadiete haga preguntas. Por eso creemos que has salido de Dios.

Jesús les contestó:

—¿Ahora creéis? Pues mirad, se acerca la hora —mejor dicho, ha llegado ya— en que cada uno de vosotros se vaya por su lado, y a mí me dejéis solo. Por más que no estoy solo, pues el Padre está conmigo» (Jn 16,25-32).

Los discípulos escuchan esas palabras y adivinan en ellas un cierto sentido, una imagen un tanto confusa, que los lleva a exclamar con una sensación de alegría: «¡Ahora comprendemos, ahora creemos!». Pero Jesús sabe muy bien que detrás de ese conocimiento y de esa fe no hay nada, ni una verdadera claridad, ni una profunda convicción; nada que, realmente, pueda permanecer estable y dar consistencia a la actitud de los suyos.

A este propósito, hay otra frase que da mucho que pensar. En cierto momento de su despedida, Jesús dice a sus discípulos: «Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador novendrá a vosotros; pero si me voy, yo os lo enviaré» (Jn 16,7). El Espíritu hará que la verdad de Cristo se encienda en el corazón de los creyentes, y él será quien «tome lo que es de Cristo» y «se lo dé» a los discípulos (cf. Jn 16,14). Pero, entonces, ¿a qué viene la frase: «Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros»? No cabe duda que «irse» significa morir. Pues bien, ¿será que Jesús tiene que morir, para llegar a ser comprendido? ¿Por qué así? ¿Por qué no se le puede entender ahora? Recuérdese que ha habido muchos personajes ilustres cuyo significado real sólo se ha comprendido en todo su valor después de su muerte. Y con frecuencia, un hombre que ha llevado una vida tranquila y ha cumplido su misión no ha sido reconocido como tal y apreciado por sus contemporáneos, sino cuando ya ha desaparecido, pues entonces es cuando caen los velos de la cercanía inmediata y se esfuman las miserias de la cotidianidad y las flaquezas demasiado humanas de la existencia. Pero Jesús no se refiere a esa clase de personas. Entonces, ¿por qué el Hijo de Dios tiene que morir para ser apreciado? ¿Por qué no puede ser comprendido en la realidad presente de su vida? No, no «puede ser» así, no «tiene que ser» así. Esa expresión:

«os conviene que yo me vaya», no se explica desde la psicología humana, sino desde ese misterio inefable del que se habla en el primer capítulo del evangelio según Juan, donde se insinúa que si no se reconoció a Jesús en vida, fue porque los hombres vivían en tinieblas... Y si entendemos bien esta frase, lo que quiere decir es que esta oscuridad de la tiniebla dominaba también el corazón de los que deseaban abrirse a él. Los mismos apóstoles estaban tan cegados, que el Espíritu no podía venir a ellos directamente, sino que antes, y por una incomprensible necesidad, Jesús tenía que pasar por el trance de la muerte.

Según el rito de la celebración pascual, la cena había empezado con la recitación de la primera parte del Gran Hallel, es decir, los salmos 113-118, y debía acabar con la recitación de la segunda parte del himno. Pero, en lugar de eso, «Jesús levantó los ojos al cielo y dijo...». Sigue aquí la llamada «oración sacerdotal» de Jesús, que ocupa todo el capítulo 17 del evangelio según Juan.

Esta oración de Jesús es uno de los textos más sublimes de todo el Nuevo Testamento. Por eso, hay que leerla con el espíritu bien tenso y desde lo más profundo del corazón. Habrá que recordar aquí lo que hemos apuntado anteriormente sobre el modo con que en el evangelio según Juan se presentan los discursos de Jesús. Los temas no siguen una estructura lógica, según las leyes de la «causalidad» o de la «consecución», sino que se entrelazan y se mezclan, por así decir, espontáneamente. Surge una idea y desaparece, y luego viene otra que, a su vez, se esfuma, para dar paso a la precedente. La motivación de los temas y su lógica vinculación unitaria no aparecen en la estructura textual de superficie, sino que hay que buscarlas en las estructuras profundas del propio texto. Cuando surge la primera idea, no adquiere un desarrollo coherente, ni se sacan todas sus consecuencias, sino que, de pronto, explota una especie de realidad esencial, una verdad, un tumulto de sensaciones arrebatadoras que pugnan por expresarse, pero que sucumben y vuelven a aflorar de nuevo. Es como el embate de un mar embravecido, como el flujo y reflujo de la marea. Sin embargo, la verdadera raíz de donde brota ese despliegue y el punto hacia el que todo converge es la viviente unidad divino-humana del espíritu y del corazón de Jesús. De modo que, al leer esas palabras del Señor, hay que guardar en la memoria lo precedente, para relacionarlo con las nuevas reflexiones. Detrás de cada idea, hay que sumergirse en los sentimientos más inexpresables que laten en su interior, y comprobar cómo resuenan en cada una de las consideraciones expuestas...

Lo que ofrecemos a continuación no intenta ser una «explicación» del texto. Mucho más que en cualquier otro pasaje, se tiene aquí la sen-

sación de que, por más que se multipliquen las explicaciones ideológi-

cas, no van a ayudar mucho a una mayor comprensión del contenido. Lo


que se necesita es, más bien, como dice el Sal 118, que nuestros ojos se

abran de par en par y nuestro interior se sienta tocado. Y seguro que

Dios concederá esa actitud a todo el que se lo suplique.

El texto evangélico dice:

«Así habló Jesús y, levantando los ojos al cielo, dijo: 

—Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Tú le diste poder sobre todos los hombres, para que él dé vida eterna a todos los que tú le has confiado. Y en esto consiste la vida eterna: en que te reconozcan a ü como único Dios verdadero, y a Jesucristo como tu enviado. 

Yo he manifestado tu gloria en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame a mí con aquella gloria que ya compartía contigo antes de que existiera el mundo. 

Te he dado a conocer a aquellos que tú me confiaste, sacándolos del mundo. Eran tuyos, y tú me los confiaste; y ellos han aceptado tu palabra. Ahora saben que todo lo que yo tengo lo he recibido de ti; porque yo les he transmitido a ellos las palabras que tú mismo me transmitiste a mí, y ellos las han aceptado. Ahora saben con toda seguridad que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado.

Yo te ruego por ellos. No te ruego por el mundo, sino por los que tú me has confiado, porque te pertenecen. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no estaré más en el mundo; mientras ellos se quedan en el mundo, yo voy a reunirme contigo. Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has confiado, para que sean uno, como tú y yo somos uno. Mientras yo estaba con ellos en el mundo, yo mismo guardaba, en tu nombre, a los que tú me habías confiado. Los he protegido de manera que ninguno se perdiera, excepto el que tenía que perderse para que se cumpliera lo que dice la Escritura. Ahora, yo me voy a ü. Y si digo estas cosas mientras todavía estoy en el mundo, es para que ellos participen plenamente en mi alegría.

Yo les he transmitido tu mensaje, pero el mundo los odia porque no le pertenecen, como tampoco yo le pertenezco. No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad; tu palabra es la verdad. Como tú me enviaste al mundo, también yo los envío al mundo. Y por ellos me consagro a ti, para que también ellos te queden consagrados por medio de la verdad.

Pero no te ruego solamente por ellos, sino también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra. Te pido que todos sean uno. Padre, igual que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros. De ese modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado. Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de manera que sean uno, como lo somos nosotros. Yo en ellos, y tú en mí, para que lleguen a la unidad perfecta y el mundo pueda reconocer que tú me enviaste y que los has amado a ellos como me amaste a mí. Padre, tú me los confiaste; y quiero que, donde yo esté, estén también ellos, para que contemplen la gloria que tú me has dado, porque me amaste ya antes de la creación del mundo.

Padre justo, el mundo no te ha reconocido; yo, en cambio, te conozco, y éstos han llegado a reconocer que tú me has enviado. Les he dado a conocer tu nombre, y seguiré revelándoselo, para que el amor con que me amaste a mí esté también en ellos, y yo mismo esté en ellos» (Jn 17,1-26).

La oración comienza con una manifestación del conocimiento que tiene Jesús de que «ha llegado la hora». Jesús pide al Padre que lo glorifique «con la gloria que ya compartía con él antes de que existiera el mundo». Pero esa hora es la de la muerte de Jesús; de modo que la gloria tendrá que manifestarse en la muerte del protagonista. La gloria de Dios supera toda forma y medida humana; consiste no sólo en júbilo, sino también en pánico. El hecho de que Jesús, dechado de pureza y de unión íntima con la voluntad el Padre, vaya a la muerte constituye la verdadera gloria. Y también es gloria su posterior resurrección de entre los muertos, con el esplendor de un ser transfigurado. Una gloria que es la misma que él tuvo ya en los orígenes más remotos, cuando aún no existía el mundo, y que seguirá teniendo aun después de la consumación del universo, pues la eternidad siempre es la misma, sin antes ni después.

El Hijo de Dios vino a habitar entre los hombres por voluntad del Padre, pero los hombres no lo aceptaron (cf. Jn 1,10-11). Él era «la Palabra», que hablaba por su propia personalidad y por su doctrina.

Pero su mensaje no encontró oídos abiertos a la escucha, por lo cual, no pudo menos de quedar en el vacío. Quiso transmitir a los hombres una llamada a la unión con la vida divina, para constituir ese inefable «nosotros» que tantas veces resuena en la oración sacerdotal, pero los hombres se negaron a escucharlo. De modo que el heraldo del amor se vio abocado a una indescriptible soledad. Y ahora, en el momento supremo, esa soledad se convierte en un pavoroso y mudo vacío. El reducido grupo de los suyos lo abandona. Los hombres se aúnan para constituir un satánico reverso de la comunidad de amor y se vuelven contra él. Surge la «confabulación del escándalo», en la que Herodes y Pilato, fariseos y saduceos, autoridades y pueblo, gente honrada y bandidos,judíos y romanos hacen frente común. Y el torbellino arrastra incluso a uno de los Doce, Judas, y está a punto de engullir a los demás, si no fuera porque Jesús «ha orado para que no desfallezca la fe de Pedro», de modo que, «una vez arrepentido, reafirme a sus hermanos» (cf. Le 22,31-32). En ese abandono interior, Jesús vuelve su mirada hacia el punto donde radica la unidad que no conoce divisiones, la seguridad que supera toda duda, es decir, al ámbito en el que el Padre manda y el Hijo obedece, en el que el Hijo «da de lo suyo» y el Espíritu lo toma y lo hace fructificar en el corazón humano, en el que reside ese «nosotros» de la divinidad, que llena todo este capítulo y manifiesta la unión de Jesús con el Padre en el Espíritu Santo. Ahí radica la seguridad de Jesús, ésa es la fuente de su paz interior, de ahí brota la unidad y la fuerza contra la que nadie puede atentar. 

De ahí, precisamente, de ese principio originario procede Jesús y de ahí ha venido al mundo. Es el Padre quien lo ha enviado. Y ahora, en el momento supremo, Jesús dice al Padre que él ha cumplido plenamente su voluntad. Aquí, en la tierra, él ha glorificado al Padre llevando a cabo la obra que él mismo le había encomendado.

Sin duda, Jesús está en lo cierto cuando afirma que «ha cumplido su misión». Lo dice aquí, y en su último suspiro: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). Y sin embargo, ¡todo ha sido un estrepitoso fracaso! Su palabra se ha rechazado, su mensaje no se ha entendido, su mandamiento no se ha puesto en práctica. Pero, ¡sí! Jesús ha cumplido, realmente, su misión. Lo demuestra el hecho de que ha vivido en perfecta obediencia al Padre; y con una obediencia tan pura, que compensa crecidamente la transgresión del pecado. Por obediencia, Jesús ha predicado la palabra, ha proclamado el mensaje, ha instaurado el Reino de Dios en el mundo. ¡Esa es su obra! Y no importa cuál haya sido la respuesta de los hombres. El mensaje queda proclamado, y sus ecos no se extinguirán jamás; hasta el día del juicio seguirá llamando al corazón del hombre. El Reino de Dios queda instaurado y está siempre «cerca»; un Reino siempre dispuesto a hacerse realidad en el tiempo, dondequiera que despunte una brizna de fe (cf. Mt 3,2). En la historia, Jesús estará siempre como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Desde su manifestación en la tierra, el mundo cambió radicalmente. Ahora es un mundo en el que Cristo habita con presencia permanente; y eso es ya un hecho irreversible. La misión se ha cumplido; y en eso, el Padre ha sido glorificado.

Desde esa unidad divina, la mano de Dios interviene poderosamente en el mundo extraviado. Quizá no haya otro pasaje de la Escritura donde nos asalte con mayor fuerza la percepción de ese extravío del mundo como en éste. Ya hemos explicado anteriormente el enorme equívoco que encierra la presentación que se suele hacer de la figura del apóstol Juan como una persona de carácter tierno y apacible, más aún, como «el discípulo amado» de Jesús. En realidad, no ha habido nadie tan severo como él. Ni siquiera Pablo de Tarso atribuye a Jesús una palabra tan acerba como la siguiente: «Yo te ruego por ellos. No te ruego por el mundo, sino por los que tú me has confiado». En ese descarrío del mundo es donde interviene la mano del Padre. De entre los hombres elige a los que él quiere y se los confía al Hijo. Esos son «los suyos». A ellos les ha dirigido su palabra, a ellos les ha revelado el nombre del Padre. Y no ha perdido a ninguno de ellos, excepto al hijo de la perdición. Ni siquiera los textos más radicales de la carta de Pablo a los Romanos exponen con tal rigor la soberanía de la gracia de Dios y la naturaleza intocable de su voluntad con la que escoge a los que él quiere y se los confía al Hijo, mientras que los demás están tan lejos que el Hijo ni siquiera ruega por ellos... Tenemos que prestar oído a esas palabras; y quiera Dios que por ellas aprendamos el temor de Dios, condición absoluta para poder experimentar la alegría de haber sido redimidos. Pero si las entendemos en su justa medida, podremos arrojarnos confiadamente en el corazón de Dios, pues él está en su derecho de elegir a los que quiera. Los que él no confíe al Hijo, se quedarán fuera. Yo no tengo ningún derecho a ser elegido; pero nada puede impedir que me dirija a Dios y le suplique: «Señor, que sea voluntad tuya que yo salga elegido; yo, los míos, y todos los hombres, mis hermanos». Pero, ni se te ocurra añadir: «Porque yo no he hecho nada malo». Si oras de ese modo, teme por tu elección. Ante ese misterio de la irrastreable voluntad divina apenas tiene importancia el hecho de que uno haya «cumplido su deber», o lo haya descuidado. Da igual que sea generoso o cicatero; y, realmente, valen muy poco las diferencias que, en sí mismas, parecen tan decisivas. Cada cual deberá hacer lo que pueda; y cada acción vale lo que vale. Pero, ante ese misterio, todas esas cosas carecen de importancia. Tienes que persuadirte en lo más profundo de tu corazón de que, en realidad, tú eres un pecador y un perdido. Pero desde esa profunda convicción, arrójate en el corazón de Dios y pídele: «Señor, que sea tu voluntad que yo salga elegido y que pertenezca al grupo de los que tu Hijo no ha perdido; y no sólo yo, sino también los míos, e incluso todos los hombres, mis hermanos».

Una aberración, ¿no es cierto? Naturalmente, esa manera de razonar no cabría en ningún sistema filosófico. Si la reflexión humana siguiera esas pautas, el derecho y el orden de la sociedad se vendrían abajo. Pero resulta que esa clase de reflexiones no pertenece al orden de este mundo; su «aberración» proviene de un misterio tan inefable como el de la gracia y del amor de Dios. Desde esta perspectiva, es evidente que la reflexión no podrá adquirir otra forma que la que acabamos de presentar.

Pero es claro que aquí hay algo que glorifica, realmente, al Padre. Y es lógico que, en esta hora suprema de rendir cuentas, el Hijo diga al Padre que no ha perdido a ninguno de los que él le había confiado. Todos los datos apuntan a que deberían haberse perdido. De hecho, ¿no aparece aquí esa frase terrible: «Yo mismo guardaba, en tu nombre, a los que tú me habías confiado. Los he protegido de manera que ninguno se perdiera, excepto el que tenía que perderse para que se cumpliera lo que dice la Escritura»? Pues bien, ¿no era Judas también un elegido? Y, sin embargo, se perdió. Entonces, ¿qué significa esto? El hecho es que todas nuestras reflexiones no conducen a ninguna parte. Lo único que podemos sacar, en conclusión, es que aquí se da un aviso, una señal del enorme peligro de perderse y de escandalizarse que corren los apóstoles. Esta misma noche, apenas haya cantado el gallo dos veces, Pedro habrá jurado y peijurado —tres veces— no conocer al Señor (Jn 18,17-18.25-27). Esta misma noche se dispersarán todos los apóstoles (Mt 26,31), de manera que, más tarde, al pie de la cruz de Jesús, no estarán más que Juan y algunas mujeres... Pero, si los apóstoles no abandonaron definitivamente al Señor, ello se debe a un milagro de la gracia, que redunda en gloria del Padre.

Jesús ha revelado el nombre del Padre a los discípulos, es decir, a los hombres que le habían sido confiados. Les ha dicho —y ellos lo han aceptado— que ha sido enviado por el Padre. Les ha comunicado su palabra, que es la verdad que da la vida. Les ha hecho partícipes de la gloria que el Padre le ha concedido a él. Les ha dado muestras evidentes de su amor. Todo lo ha hecho de verdad. Sin embargo, ellos no han cambiado; son como son. Lo que Jesús les «ha comunicado» permanece en ellos como la semilla en el seno de la tierra, que no sabe lo que lleva dentro. Pero, a pesar de la incomprensión de los discípulos, a pesar de su cobardía, todo eso permanece en ellos. ¡Poder supremo de la gracia, qué duda cabe! Cuando, más tarde, después de la ascensión del Señor al cielo, venga el Espíritu, su calor entrará en esa semilla y la hará crecer y fructificar. Entonces, la voluntad humana y la capacidad de comprensión de los apóstoles cobrará fuerza y crecerá a la par con esa chispa divina que el Señor depositó en sus corazones. Antes, simplemente permanecíaen ellos, mientras que ellos mismos estaban a otra cosa. Ahora, en cambio, esa realidad divina actuará en el interior de ellos, y ellos se identificarán con ella. Entonces, se encenderá su fe y darán testimonio, aun sin saber cómo han podido llegar a ser partícipes de esa gracia que los conducirá sanos y salvos sobre el horror de las tinieblas.

Entonces se develará el misterio de la indescriptible unidad de la que se habla en la oración sacerdotal de Jesús: ese sacrosanto «nosotros» que expresa la unión del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre, ambos unidos en el amor que es el Espíritu. Una vida, una verdad, un amor; pero tres seres vivientes, tres personas verdaderas, tres realidades del amor. Y en el interior de esa unidad serán introducidos los que por la potencia de Jesús superaron el horror de la tiniebla. Y en torno a ese círculo de unidad se moverá la alienación del mundo. Por más que no se trata de una mera alienación, sino de verdadero odio, porque el mundo odia todo lo que no procede de él (Jn 15,19). Por eso, precisamente, mataron a Cristo sus enemigos, porque él no era como ellos. Y en virtud de ese mismo odio, se alzarán contra los que participan en la sacrosanta unidad divina, con el fin de encontrar el modo de tratarlos como trataron a Jesús. Por lo que toca a los discípulos, tendrán que ser conscientes de que su protección se funda en esa misma unidad que protege al propio Jesús; y ahora, más que nunca, cuando él va a enfrentarse con el odio del mundo.

Una perspectiva sencillamente indescriptible se abre cuando Jesús pronuncia las siguientes palabras:

«Pero no te ruego solamente por ellos, sino también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra. Te pido que todos sean uno. Padre, igual que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros. De ese modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado. Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de manera que sean uno, como lo somos nosotros. Yo en ellos, y tú en mí, para que lleguen a la unidad perfecta y el mundo pueda reconocer que tú

me enviaste y que los has amado a ellos como me amaste a mí».

Y lo mismo ocurre cuando a continuación añade:

«Padre, tú me los confiaste; quiero que, donde yo esté, estén también ellos, para que contemplen la gloria que tú me has dado, porque me amaste ya antes de la creación del mundo».

Aquí se presiente ya toda la plenitud de la gloria futura. Eso mismo ocurre en la presentación que se hace en la carta de Pablo a los Romanos sobre la gloria que aguarda a los hijos de Dios (cf. Rom 8,17.21), en lo que afirman las cartas del propio Pablo a los Efesios y a los Colosenses sobre la futura transformación de la creación, y en lo que anuncian las enigmáticas visiones del libro del Apocalipsis sobre el mundo nuevo que está por venir.

Sin embargo, en ningún momento debemos pasar por alto lo que ocurre entre esta hora en la que Jesús se explaya de ese modo con sus discípulos y la otra hora futura, la de la venida del Espíritu Santo, cuando empiece a cumplirse lo prometido por Jesús. El cristiano jamás podrá experimentar una sensación de tranquilidad ante el hecho de que Jesús tuvo que morir. Jamás deberá aceptar que fue justo y totalmente razonable el hecho de que la redención tuviera que llevarse a cabo por la muerte de Cristo, porque eso lo cambiaría todo. Se introduciría así una rigidez inflexible y hasta una deshumanización que lo destruye todo. En ese caso, la vida del Señor dejaría de ser una vida realmente vivida, con sus azares y vaivenes, sus acciones y deseos y su experiencia del destino. Y además, se difuminaría el amor. Todo eso deberá experimentarlo por sí mismo el que contemple la vida del Señor con el deseo de penetrar en su realidad más auténtica.

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