GETSEMANÍ (R. GUARDINI - EL SEÑOR)

12. GETSEMANÍ (R. GUARDINI - EL SEÑOR) 

Las diferentes tradiciones evangélicas cuentan así el acontecimiento:

«Al terminar su plegaria, Jesús salió con sus discípulos, atravesó el torrente Cedrón (Jn 18,1) y, como de costumbre, se dirigió al monte de los Olivos (Lc 22,39).

Entonces, dijo a sus discípulos:

—Sentaos aquí, mientras yo voy [más allá] a orar. Llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y empezó a sentir pavor y angustia. Y les dijo:

—Siento una tristeza de muerte. Quedaos aquí y estad en vela.

Y adelantándose un trecho, cayó en tierra y suplicaba que, a ser posible, no tuviera que pasar por aquel trance. Decía así:

—¡Abba! ¡Padre! Todo te es posible. Aparta de mí esta copa de amargura. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú.

Volvió, y los encontró dormidos. Y dijo a Pedro:

—Simón, ¿estás dormido? ¿No has podido velar ni siquiera una hora? Estad en vela y orad para que podáis hacer frente a la prueba; pues el espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil.

Se apartó de nuevo y oró repitiendo las mismas palabras. Y al regresar otra vez, volvió a encontrarlos dormidos, porque se morían de sueño y no sabían qué contestarle (Mc 14,32-40).

Volvió por tercera vez, y se le apareció un ángel del cielo que lo estuvo confortando. Preso de la angustia, se puso a orar con más insistencia; y le entró un sudor que chorreaba hasta el suelo, como si fueran goterones de sangre.

Se levantó de la oración y volvió adonde estaban sus discípulos (Lc 22,43-45). Y les dijo:

—¿Todavía estáis durmiendo y descansando? ¡Basta ya! Ha llegado la hora. Mirad, el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡Vamos! Ya está aquí el que me va a entregar» (Mc 14,41-42).

Terminada su plegaria —¡qué final tan patético, y qué emoción tan incontenible al dirigirse a la puerta!—, Jesús bajó de la ciudad alta en compañía del pequeño grupo de los suyos... Según la tradición, la casa donde se celebró la última cena pertenecía a la familia de Juan, llamado

Marcos, que posteriormente fue ayudante del apóstol Pedro en el servicio de proclamación del mensaje cristiano y escribió el evangelio que lleva su nombre. Quizá fuera también Juan aquél del que en el evangelio según Marcos se dice que aquella misma noche «seguía a Jesús, vestido sólo con una sábana» (cf. Me 14,51-52). Sin duda, había seguido al grupo y habría estado observando a Jesús incluso en los momentos más angustiosos de su oración en Getsemaní, mientras los demás dormían; pero, al ver llegar a los esbirros, se habría dado a la fuga...

Jesús, por su parte, bajó de la ciudadela hacia el valle del Cedrón y atravesó el torrente, quizá por el mismo sitio por donde, nueve siglos antes, lo había cruzado su antecesor, el rey David, huyendo de su hijo Absalón. Por la ladera opuesta del valle, el grupo fue subiendo hacia un olivar llamado Getsemaní. Juan dice que Jesús solía retirarse a ese lugar con sus discípulos, para disfrutar de un pequeño descanso, al tiempo que instruía a los suyos (Jn 18,2). La sensación que reinaba en el grupo era que el desenlace final estaba cerca; de ahí que a nadie le extrañara que Jesús les dijera que le esperasen allí, mientras él iba a rezar. Estaban acostumbrados a que el Señor se separara de ellos para hablar a solas con Dios en la tranquilidad de la noche. En esa ocasión, llevó consigo a tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan, los mismos que poco antes le habían acompañado en el monte en el que se transfiguró ante ellos.

Jesús se vio invadido de una terrible tristeza. El texto evangélico pone literalmente en boca de Jesús la expresión: «Siento una tristeza de muerte». No vamos a entrar aquí en descripciones perturbadoras. Cada uno deberá interpretar en el fondo de su propio corazón el sentido de estas palabras, porque a todos nos incumben directamente. El hecho de que Jesús dijera a sus tres acompañantes que le esperaran y permanecieran en vela, mientras él se retiraba a orar, debió de provocar en ellos una inusitada admiración; quizá era la primera vez que les pedía una actitud semejante. A continuación, él se apartó un poco más, cayó de bruces contra el suelo y se puso a orar.

Aquí tendremos que hacer un alto y preguntarnos cómo habrá que leer lo que sigue, para entenderlo correctamente. En este punto, la psicología no tiene ninguna aplicación. No se puede negar que la ciencia psicológica es muy útil cuando sirve de instrumento a un corazón apasionado y se guía por una actitud de respeto a los demás. En este sentido, es un medio para la mutua comprensión entre los seres humanos, pues todos compartimos una misma naturaleza. Pero en el caso que nos ocupa, la psicología tendrá que confesar su inutilidad. Si se acudiera aquí a la «psicología científica», podría decirse que en una vida centrada en la religiosidad ocurre muchas veces que, después de una viva experiencia espiritual en ámbitos como la contemplación, el amor o la entrega de sí, que requieren el mayor acopio de energía, suele sobrevenir un profundo desánimo, un desfallecimiento considerable y una progresiva pérdida de la agudeza sensorial. Baste una referencia a la vida de los profetas —por ejemplo, al caso de Elias, del que ya hemos hablado anteriormente—, para entender este fenómeno. Algo de eso ocurriría aquí. El rechazo absoluto por parte de las autoridades y del pueblo, las emotivas vivencias del viaje a Jerusalén, la entrada en la ciudad santa, la tensa espera de los últimos días, la traición de uno de los discípulos, la cena de Pascua, todo eso habría creado en Jesús un estado de tensión intolerable y, como consecuencia, un derrumbamiento psicológico... Esa situación sería fácilmente comprensible en cualquier persona que hubiera tenido que luchar en condiciones extremas por alguna causa noble. Y así sucedería también con un profeta, aunque en este caso habría que moverse en unos niveles de profundidad mucho más radicales que los que suele abordar la psicología teórica de la religión, que nada sabe sobre la auténtica naturaleza de Dios y la realidad interna del alma. En este campo, cualquier intento de explicación psicológica está abocado al más estrepitoso fracaso. Pero, si seguimos aferrados a esos métodos, todo acabará por perder su auténtico significado y su capacidad salvífica, que sólo pueden pre sentirse en un clima de adoración y arrepentimiento. Para progresar en este sentido, lo único indispensable es una fe ilustrada por la revelación.

Pero esa fe deberá ser viva, y no puramente conformista y rutinaria. Para entrar realmente en ese misterio es imprescindible la convicción de que el fondo del problema radica en la realidad de nuestro pecado, o sea, la desviación de nuestro comportamiento que se manifiesta en las acciones de rebeldía, de inercia, de doblez y hasta perversión que jalonan nuestra conducta diaria tanto hoy como ayer y a lo largo de nuestra vida, con esa indescriptible maldad que corroe la raíz de nuestro ser e invade el campo de todos nuestros proyectos y actitudes. Sólo podremos comprender lo que aquí sucede, si caemos en la cuenta de que en ese momento nuestro pecado se vive a fondo y hasta sus últimas consecuencias; e igualmente, sólo si logramos sumergirnos personalmente en la terrible angustia de esa «hora», podremos entender lo que es, realmente, el pecado. Para entender ajesús, hay que entender la naturaleza del pecado; pero sólo llegaremos a ver con claridad en qué consiste nuestro pecado, si compartimos con Jesús lo que él vivió en la «hora» terrible de Getsemaní.

Ahora bien, ¿qué nos dice la fe? En primer lugar, nos revela quién es el protagonista de ese acontecimiento: el Hijo de Dios, en el sentido estricto de la palabra. Por eso, él puede comprender la existencia en su más profunda y definitiva realidad.

Cada vez que nos centramos en la figura de Jesús, queda patente que él es el que sabe. Él conoce el interior del hombre y conoce la realidad del mundo. Todos los demás están ciegos; mientras él es el único que ve. Él conoce en su profundidad más radical el extravío del ser humano, que no consiste en el mero desorden moral de un individuo, comparado con la actitud de otro que procede según unos principios bien precisos, ni en la superficialidad religiosa del que vive inmerso en categorías de este mundo, comparada con la profunda espiritualidad de otro que practica su religión, ni en la apatía mental de una persona más bien inculta frente a la lucidez y creatividad de otra excepcionalmente dotada. El extravío que percibe Jesús no tiene nada que ver con esas diferencias. Su visión de la realidad penetra hasta lo más hondo de la existencia humana.

Pero Jesús no contempla ese extravío como lo percibiría una eximia figura religiosa, ni como el que, tras haber pasado personalmente por la culpa, el enredo y la mentira, ha logrado que, por fin, se le abran los ojos, mientras la visión de los demás permanece aún cerrada. Jesús no se puede incluir, en absoluto, en esa situación de extravío que se describe aquí. Jamás se ha encontrado en ella, de modo que se haya podido liberar por la fuerza de la gracia y por el propio esfuerzo. La Escritura no abre el más mínimo resquicio a una suposición de ese tipo. Jesús ha vivi do esa situación como el que, por naturaleza, es completamente ajeno a ella. Por eso, si la conoce, no es porque lo exija su existencia humana extraviada, como la nuestra, sino que la conoce como la conoce el propio Dios. De ahí la tremenda claridad de su percepción, y también su infinita soledad. Por eso, Jesús es verdaderamente el que ve, en un mundo de ciegos; es el que siente, en un mundo de apáticos; es el hombre libre y cabal, en un mundo de desconcierto y confusión.

La claridad con que Jesús percibe el extravío del mundo no implica que su conocimiento provenga de ese mismo mundo, desde cuya perspectiva habría interpretado estas o aquellas realidades y competencias mundanas. En ese caso, el conocimiento sería —por decirlo así— plenamente endógamo. Pues, por alto que esté el punto de mira, no por eso dejará de estar en el mundo; y por dilatada que sea su perspectiva, y profundo su campo de penetración, siempre estará dentro de los límites de la existencia. Pero resulta que el conocimiento de Jesús viene de fuera y abarca el mundo en su totalidad. Esa realidad totalizante no se presenta ante sus ojos como podría presentársele a cualquiera que afrontara su destino con actitud abierta y responsable, sino de un modo totalmente distinto: su punto de mira está por encima de la realidad, o incluso dentro de ella. Jesús está en Dios. Por eso, conoce como Dios conoce: la existencia en su totalidad, a través de la existencia, y desde el interior de la existencia. 

Pero ese conocimiento divino, ante el que todo se desnuda y aparece como es realmente, no es algo etéreo que se cierne sobre Jesús, sino que se hace realidad en su vida. Con su mente humana conoce lo que se mueve a su alrededor, con su corazón humano siente la situación de extravío en la que vive el mundo. Y aunque todo eso no llegue a afectar a la sublime beatitud del Dios eterno, a Jesús le produce un inconcebible sufrimiento. De ahí brota la terrible seriedad de su existencia, que no le deja ni un momento de respiro. Cada palabra que pronuncia, cada acción que realiza traiciona su estado de ánimo y expresa su actitud ante el destino que le aguarda. Eso explica su sensación de inexorable soledad. ¿Habrá algún ser humano que tenga capacidad de comprensión y sentimiento suficientes para entender esa figura del redentor, cargado con el destino del mundo? Todo hace pensar que Jesús siempre fue víctima del sufrimiento. Y habría sido así, aunque los hombres hubieran aceptado su mensaje con una actitud de fe y amor, y aunque la redención hubiera podido realizarse e implantarse el reino de Dios sólo por la proclamación pública y posterior aceptación del mensaje de Jesús. Aun en el caso de que se le hubiera podido ahorrar a Jesús el amargo trago de la muerte, toda su vida habría estado marcada por un sufrimiento tan atroz que resultaría totalmente inimaginable para la mente humana. Por su unión con Dios, Jesús siempre habría conocido la realidad del pecado del mundo; siempre habría conocido —y nadie como él— la verdadera esencia de la santidad y del amor de Dios; habría entendido en su justa medida lo que el pecado significa a los ojos de Dios; y, al mismo tiempo, habría cargado con un peso extenuante, en una soledad

absolutamente incomprensible.

En la «hora» de Getsemaní, ese ininterrumpido sufrimiento interior alcanza su grado de máxima agudeza.

La vida de Dios trasciende toda temporalidad y no conoce mutaciones; es, sin más, un infinito presente. En cambio, la vida del hombre obedece a los dictados del tiempo y está surcada de altibajos. En Jesús confluyen los dos aspectos, el eterno presente y la mutación temporal, de modo que su sufrimiento interior también debió de tener sus períodos alternativos, tanto en extensión como en intensidad. Pero en ese momento de su oración en Getsemaní había llegado la hora en la que «todo debería cumplirse».

¿Quién podrá intuir cómo Dios, el Padre, se le presentó a Jesús en aquella ocasión? Para Jesús, Dios era siempre su Padre; y el Padre amaba al Hijo con un amor infinito que es el Espíritu Santo. Pero también hubo un momento difícil que se expresa en las siguientes palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Ante una palabra como ésta, lo mejor sería callar; pero, quizá, podríamos aventuramos a decir que, en esta ocasión, el Padre hizo pasar a Jesús por la experiencia de sentirse como un hombre abandonado y rechazado por Dios. En esta «hora», Jesús debió de paladear la amargura de sentirse identificado con nosotros de manera inefablemente misteriosa. Pero eso no sucedió sólo en el último instante de su vida, cuando estaba clavado en la cruz, sino que debió de ocurrir ya antes de ese momento supremo. No cabe duda que, ya antes, el Padre se había presentado a Jesús como el que se enfrenta a un pecador; un pecador, cuya existencia había asumido Jesús como la suya propia. Tal vez, deberíamos decir que, en aquella hora de Getsemaní, el conocimiento de la culpabilidad y del extravío del hombre se erigió en su crudeza más radical ante los ojos del Padre, que empezó a «abandonar» a Jesús. En esa «hora», la percepción de Jesús adquiere una terrible lucidez y le produce un sufrimiento intolerable cuya señal más evidente es la angustia mortal, el profundo estremecimiento, la oración «con más insistencia» y el sudor «que chorreaba hasta el suelo, como si fueran goterones de sangre». Todo es como un maremoto que se encrespa en la superficie del mar, como señal externa de la catástrofe que convulsiona el fondo marino, y cuyo alcance rebasa nuestras previsiones.

Así fue esa «hora» de Getsemaní. En su corazón y en su mente, Jesús vivió la experiencia suprema de lo que significa el pecado a los ojos de un Dios justiciero y vengador. El Padre exigía a Jesús que hiciera suyo ese pecado y lo cargara sobre sus hombros. E incluso podríamos decir que Jesús vio en ese momento cómo la cólera de Dios, suscitada por el pecado, se cebaba en él, que lo había tomado sobre sí; y sintió que el Padre, el Dios santo, se alejaba de él, y lo «abandonaba».

Naturalmente, nuestro razonamiento se mueve en categorías puramente humanas. Quizá, deberíamos callarnos. Pero, si razonamos de esta manera, no es para expresar una opinión personal, sino para prestar un servicio. ¡Ojalá nosotros mismos no desperdiciemos esa «hora» de la que hablamos! En ella, Jesús aceptó la voluntad del Padre, renunciando a la suya. «Su» voluntad no era hacerse fuerte contra el Padre; eso, precisamente, habría sido el pecado. Esa «voluntad» era sólo el lógico estremecimiento de un ser tan puro y vital como Jesús ante la condición de pecador, que él —y no por un pecado personal, sino por una inexplicable identificación que nace del amor subsidiario— había asumido como suya, y sobre la que pendía la desatada «cólera de Dios». La aceptación de ese irrastreable misterio es, sin duda, el contenido más profundo de la palabra de Jesús: «Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú».

La «hora» de Getsemaní fue un tiempo de «agonía», de lucha. Lo que sigue va a convertir esa «hora» en realidad vivida. Lo anterior fue un mero anticipo de lo que ahora se va a llevar a cumplimiento.

Y, ¡en qué soledad tan espantosa! Una soledad tan terrible, que nos da la sensación de que, en el fondo, no tenemos nada que reprochar a los discípulos. Ante la inconcebible postración de su Maestro, su capacidad de compasión —tan raquítica— debió de resbalar sobre las circunstancias como el corazón de un niño que, ante una desgracia que sobreviene a los adultos, se desentiende de ella, se enfrasca en sus juegos infantiles y termina por dormirse. Precisamente, el hecho de que en Getsemaní sucediera lo mismo demuestra lo desesperada que debió de ser la soledad en la que se encontraba Jesús.

Seguro que nadie antes de Jesús ni después de él ha contemplado la existencia con tanta claridad como él la vio en ese momento. La mentira del mundo quedó desnuda ante sus ojos; y no como Dios la ve, que eso es lo que pasa siempre, sino como la vio y experimentó en su más intrínseca realidad el corazón humano del redentor. Ahí brilló la verdad; pues «la verdad se realiza plenamente en el amor». De ese modo, quedó establecido el principio por el cual también nosotros podemos llegar a desenmascarar la mentira. Eso es, precisamente, lo que significa la redención: entrar en la perspectiva de Jesús y, en cierto modo, compartir con él esa mirada sobre el mundo y participar en su mismo horror ante el pecado. La actitud decidida y dispuesta a hacer realidad esa coopera­ción con Jesús, y situar en él el punto decisivo que marca el comienzo y el fin de todas las cosas es lo que constituye, de veras, la existencia cris-

tiana.

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